Muchas veces en terapia atiendo personas que experimentan gran sufrimiento derivado de pensar que han hecho algo que ha dañado a otro ser humano: Madres o padres que  sienten que no dan suficiente a sus hijos, personas que han roto un contrato de fidelidad en pareja o que deciden abandonar una relación y fallan en ver sus motivos como suficientes o válidos, por ejemplo. Uno de los sentimientos predominantes en estos casos es la culpa, que nos invade con una sensación de incorrección que a veces trasciende el hecho mismo y se transfiere a lo que somos, tachándonos de indignos, malvados, inútiles, etc.

Cuando estas situaciones se presentan, me gusta explorar junto con mi cliente en el contenido de la culpa y ver qué pensamientos la están alimentando para determinar si es una de dos:

1. Culpa fértil: Es aquella que está ahí por alguno de los siguientes motivos:

  • como precio a pagar por haber hecho algo en lo que nos hemos sido fieles a nosotros pero hemos roto otras fidelidades (a la familia o a un grupo social, por ejemplo) o no hemos conseguido mantenernos fieles a nosotros,  en cuyo caso hay que asumir el precio y sostener el malestar.
  • para estimular la reflexión, la responsabilidad y la posibilidad de reparar desde nuestro centro de bondad, en cuyo caso avisa de una serie de acciones a poner en práctica que se pueden esclarecer y efectuar.

2. Culpa tóxica: Es inútil y se sostiene en un bucle de pensamiento cuya función es socavar la autoestima, alimentar el victimismo y el autocompadecimiento malsano, además mantener una definición deficitaria del otro y/o de las relaciones.

Cuando la culpa es del tipo 2, a menudo, si escarbamos un poco, encontramos que estamos haciendo comparaciones con estándares imaginarios de lo que debería ser o hacer la gente. Nos topamos con ideas fijas sobre nosotros mismos como personas buenas, inocentes y sin tacha, nobles, loables. La culpa aparece ante el conflicto de no poder sostener esta definición ante la evidencia de que hemos dañado a alguien de alguna manera, aveces muy sutil e incluso imperceptible para el otro, y a veces implacable.

Estudiando la culpa gracias a mis clientes y a mis propias experiencias, he notado que en general las personas que la sufrimos muchas veces tenemos la enfermedad de la exigencia y una creencia de que si no somos buenos no seremos amados, seremos rechazados o abandonados. Por esta razón elegimos permanecer en la fantasía de pureza y en la infancia emocional que nos impide responsabilizarnos por el dolor que causamos, reconocernos como personas falibles, como humanos que generan, inevitablemente, dolor a otros y a sí mismos. La consecuencia de esta falta de responsabilidad, a veces, es que actuamos erráticamente, intentando sentirnos mejor y propulsados por la culpa y el miedo,  no por el amor, aunque queramos interpretar lo contrario.

Considero que para lidiar con esta culpa son esenciales al menos dos cosas:

1. Quitarle hierro al dolor de las relaciones: Las pretensiones de perfección son exigencias en las que reverbera nuestra falta de madurez y de aceptación de nosotros mismos como somos. Centrarnos en lo que deberíamos ser no nos permite estar en contacto con quienes somos, nos distrae de lo que es real. Los deberías son enemigos del crecimiento personal entendido este como el proceso de hacernos individuos y funcionar desde nuestros baremos internos, en libertad. Aceptar que somos falibles y que en las relaciones humanas por definición causamos y nos causan dolor (un guiño desde aquí para la capacidad de perdonar), es indispensable para ejercer las responsabilidad adulta por estas y poder disfrutarlas también plenamente.

2. Practicar la compasión: esta aflora en contacto con nuestras falencias si estamos dispuestos a mirarlas. Tengamos el corazón abierto para vernos con buenos ojos en nuestra naturaleza humana que no es sólo luz, sino también sombra. Como lo señaló ya hace muchos años el admirable C.G. Jung: “Nadie despierta a la consciencia sin dolor. La gente es capaz de hacer cualquier cosa, por absurda que parezca, para evitar enfrentarse a su propia alma. Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz, sino haciendo consciente su oscuridad”.

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