El tiempo no es oro. El tiempo es vida. El oro no vale nada.

José Luis Sampedro

La manera en que se ha configurado la sociedad occidental en torno al trabajo, las obligaciones y el éxito externo, frecuentemente hace que las personas vivamos en un frenesí atento al futuro -o a un presente que está diseñado para forjar ese futuro- y que hagamos cosas que se supone reportarán beneficios entonces. Nuestros ojos están en el horizonte, y eso hace que a veces tropecemos con la piedra que tenemos justo debajo de los pies. Imaginamos cómo será el futuro, pero en ocasiones cometemos el error de proyectarnos  sin tener en cuenta nuestro propio cambio y el de las circunstancias, sin considerar la vejez o la enfermedad, o las crisis de la edad, y aún más, sin considerar quiénes somos en el presente y cómo es esto semilla de todos esos cambios.

No es que conceptualmente no contemplemos esto, lo que ocurre es que no conseguimos atrapar lo que es. Es decir, tenemos una idea de lo que es envejecer, pero no sabemos realmente lo que esto comporta, y así en general nos ocurre con todas aquellas vivencias no deseables. Esto es así porque internamente tenemos un gran rechazo a ellas y también externamente procuramos no estar en contacto con personas que las viven: no nos gusta estar en contacto con ancianos achacosos y dejamos pasar la idea de que  muy probablemente seremos así cuando seamos mayores, tampoco gustamos de estar con enfermos, o con personas que viven una crisis intensa. En resumen, rehuimos la dificultad. Nos imaginamos pasando por esos paisajes con entereza, incapaces de reconocer nuestros quiebres, y sobre todo, de aceptar la vida en todos sus matices.

Un práctica de crecimiento que recomiendo mucho es estar en contacto con personas viejas, enfermas, con grandes necesidades…  Esto permite poner en perspectiva la propia vida y -ojalá- aprovechar mejor nuestro tiempo sabiendo que no hay garantía ninguna de que un estado concreto de cosas se mantenga. El roce con personas que están viviendo situaciones de vida difíciles, hace evidente que el tiempo realmente es todo lo que tenemos: el cuerpo, la belleza, la mente y sus facultades, nuestros gustos, bienes, logros, esas cosas que pensamos que nos dan glamour, todas son irrelevantes llegado el momento de enfrentarnos con la lentitud de no poder caminar al ritmo de un mundo que parece ser de otros (los más jóvenes, los saludables, los bellos, los listos…).

Así pues, cuidar nuestro tiempo cultivando la presencia y la aceptación nos permite estar en apertura a las experiencias tan variopintas de la vida, restando sufrimiento a lo que muchas veces es inevitable. La manera como hayamos vivido nuestro presente importa mucho, porque constituye el sustrato de experiencia que se reflejará en nuestra vida futura. Todo aquello de nuestra sombra que no consigamos trabajar y mirar, se hará grande y fuerte con los años y enseñará los dientes ante la dificultad; también nuestra luz, si la hemos alentado, brillará más. Sepamos que no son sólo las cosas que hagamos sino sobre todo el cómo las hemos hecho, lo que tendrá impacto en la manera en que vivamos.

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