Podemos juzgar el corazón de una persona por la forma en que trata a los animales.

Immanuel Kant

Los humanos cohabitamos en el planeta con innumerables seres de todo tipo, protozoarios, insectos, anfibios, mamíferos, plantas… y no obstante nuestra conciencia autocentrada parece haber decretado que el planeta es nuestro para subordinar a todos los otros. Es innegable que los humanos tenemos cualidades que sólo se encuentran en formas menos desarrolladas en los demás habitantes del planeta, pero desde siempre me he preguntado qué tipo de narcisismo recalcitrante se requiere para denegar el derecho a una existencia libre a otros, o qué tipo de anestesia emocional hace falta para desvincular el lazo empático que naturalmente crece en la relación con ellos.

Estamos en una sociedad que  ha tipificado a todas las especies (incluyendo la humana misma) como bienes de consumo, y por ende, que se rige por una lógica monetaria. Dentro de este funcionamiento, la crueldad está justificada por el beneficio. La tecnología y las armas han terminado por sacarnos de la cadena alimenticia y nos han convertido consecuentemente en las criaturas aparentemente menos vulnerables del mundo: Nosotros podemos infligir dolor a cualquier ser y esa relación no es necesariamente bidireccional. Nuestra especie tiene el poder.

Se puede saber la naturaleza de una persona por la manera en que responde a las situaciones de poder, observando si actúa con bondad o soberbia, si se impone con fuerza u obra de forma compasiva. Por eso pensadores como Shopenhauer, Kant, Nietzche, Tolstoy o Gandhi, entre muchos, han señalado cómo la manera en que nos relacionamos con otros seres, específicamente con los animales, es un baremo de nuestra ética y de nuestra nobleza. Más allá de esto, en un ámbito más espiritual, diversos maestros nos avisan de una conciencia compartida por todos los seres y nos invitan a comprometernos con el cese del sufrimiento en general, denotando que de esta manera también contribuimos a nuestro propio bienestar, o más bien que no existe tal cosa como una felicidad aislada y propia. Sin embargo, al humano insertado en el día a día de estas ciudades parece quedarle muy lejos el “todos somos uno”, la conciencia colectiva, y se preguntará ¿qué ha hecho esa araña o ese ganso, o el perro de mi vecino para que yo le ame? ¿cómo se ama un gusano?, entre muchísimas posibles preguntas cuyo objetivo es mantener intacto el estilo de vida no compasivo hacia otros seres. Me gustaría responder como mínimo a estas dos cuestiones que he citado, porque encuentro que tal vez puedan alumbrar un poco el panorama del amor a otros seres.

La respuesta a la primera pregunta es simple: Ese animal no ha hecho nada para que tú le ames. La pregunta bien formulada sería ¿por qué debería amarle? Y a esta pregunta la respuesta es, sencillamente, “para expandir tu corazón”. Los beneficios de expandir el corazón son múltiples y están íntimamente ligados con la alegría de vivir. La compasión y la bondad son parte fundamental de nuestra naturaleza esencial, el animal simplemente nos permite descubrirla. Amar a un animal es algo que se hace para ti mismo, no para él.

En cuanto a la segunda, me gustaría proponer un ejercicio a manera de anécdota. Cuando tenía unos 15 años fui a un centro Budhista en mi ciudad natal a ver a un lama, Yu,  que tenía una suerte de consulta médica tradicional energética. Recuerdo haberle llevado un objeto tallado en madera como regalo. Cuando se lo entregué el hombre lo miró por un momento en silencio y acto seguido sonrió serenamente y lo besó varias veces. Nunca había visto a nadie tratar así un regalo, para mí fue impactante y conmovedor. Cuando llegué a mi casa me encerré en mi habitación y tomé un sacapuntas en mi mano. Lo observé recordando a Yu, respiré con mi insipiente conocimiento meditativo y de repente y totalmente por sorpresa me tomó una oleada de amor ¡dirigida al sacapuntas! Tras años de práctica he llegado a convencerme de que es posible sentir amor por cualquier objeto inanimado o animado, por seres de cualquier tipo, si lo observamos en quietud y le sonreímos. Basta respirar, bajar el ritmo y aquietar un poco la mente para que por sí sólo el amor aflore. Os invito a experimentarlo por vosotros mismos: ¿qué pasa si estáis en soledad con un gusano, una mosca muerta, un caracol, y lo observáis en quietud? Dejaros maravillar por vuestra propia nobleza.

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