El proceso terapéutico más largo y más fértil que he hecho tuvo lugar hace ya varios años con un terapeuta gestáltico en Barcelona. El paso por su consulta me dio múltiples regalos, uno de los cuales aún me acompaña y se ha convertido en un trabajo constante para mí, que sigue reportándome crecimiento y retos aún hoy. Recuerdo que uno de los motivos más grandes de mi sufrimiento por entonces era la exigencia, que no me permitía disfrutar de casi nada de lo que emprendía a menos que arrojara resultados impecables, y a veces ni eso. No sólo las cosas que hacía, sino quien yo era, se tornaban en objeto de crítica destructiva, y el goce prácticamente estaba erradicado de mi cotidianidad. En los diálogos terapéuticos, fui comprendiendo y conociendo algo que posteriormente denominé mi “resistencia a ser humana” y que era la base del andamio de mi sufrimiento. Luego, con mis clientes, me he dado cuenta de que este síndrome es más frecuente de lo que pensaba y se generaliza bastante entre las personas con ciertas estructuras de personalidad.
La resistencia a ser humanos se manifiesta en nuestra reticencia a reconocer las partes nuestras que no consideramos dignas, bellas, limpias, sanas, aceptables, queribles… En resumen, nuestra dificultad para acoger la sombra, querernos y aceptarnos tal cual somos, con nuestros errores y dificultades. En consecuencia, además del malestar de no amarnos y machacarnos sin dejarnos en paz, nos volvemos poco auténticos y escondemos a los otros esas partes que rechazamos, dando una imagen de hombres/mujeres de acero que no nos permite establecer una intimidad genuina y sincera con nosotros mismos ni con los otros.
Dentro de mi proceso, tal como mencionaba al principio, me fue dada una herramienta que creo muy útil para entrenar la aceptación, así como para desafiar el ego, que al final, es el que orquesta las estrategias tan refinadas que usamos para la ocultación de lo que somos: “mostrar las cacas”. Primero ante nosotros mismos y luego ante los demás: Tomar aquello que nos da vergüenza y decírnoslo sin florituras ni embellecimientos, sin peros ni dobleces. Ser sinceros con nosotros mismos reconociendo lo que nos ocultamos, lo que no queremos ver. Y luego, decirlo a otros, mostrarnos humanos, como somos.
En la práctica de esta segunda parte me di cuenta que sólo así podía establecer relaciones donde el amor se fundara en quien yo soy y no en constructos, máscaras y maquillajes de mí misma. Mostrarnos es dejarnos amar por quienes somos.
Otro fruto que coseché de permitirme ser falible fue reconocer la fortaleza que hay en la vulnerabilidad y cuán lejos está de la debilidad. Reconocerme vulnerable, me hizo permeable y flexible al dolor y el acontecer del mundo, y me permitió dejar de protegerme con rigideces y estándares inalcanzables. Así, pude ver cómo la vulnerabilidad estrechaba vínculos antes estériles, porque nuestra compasión se desata frente al sufrimiento y el ser genuino del otro.
Mostrar las cacas toma valentía porque comporta renunciar al falso poder de sentirnos superiores a los demás, pero la recompensa es grande y está llena de autenticidad, compasión y fortaleza, cualidades totalmente humanas.
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