Una de las cosas que considero más importante para garantizar una vida rica es desarrollar nuestra capacidad de aprendizaje. Esta es la habilidad para aproximarnos a cosas nuevas y viejas con curiosidad y entusiasmo de ver qué aportación pueden hacer a nuestra vida o de qué maneras suculentas nos abren nuevas posibilidades y caminos en el pensamiento, la acción o la emoción.

Neurológicamente, aprender es esencialmente generar caminos neuronales, es decir, propiciar nuevas sinápsis que con la repetición se van haciendo más fluidas y accesibles. Lo que ocurre en nuestro cerebro es similar a aquello que pasa con un camino nuevo en la naturaleza: comenzar a transitarlo será trabajoso las primeras veces, hay que quitar la maleza de en medio y hacer que la grama se aplaque, pero en la medida en que se continúa haciendo, el sendero se hará permanente y luego sólo requerirá algún esfuerzo periódico de nuestra parte para mantenerlo. Conservar una actitud de aprendiz, comporta entonces desafiar un poco nuestro cerebro y su tendencia a tomar los caminos que ya se han formado, deseando explorar  unos nuevos que, aunque cuesten un poco más al principio, harán nuestro cerebro más plural, nutrido y abundante de posibilidades. Aprender a escribir con la mano no dominante, cepillarnos al revés, tomar siempre una ruta diferente de casa al trabajo y probar recetas e ingredientes nuevos en nuestra cocina, son algunas acciones simples que ejercitan nuestro cerebro en la creación de nuevas conexiones neuronales.

Como es natural, la actitud abierta y curiosa y la constancia para afianzar lo aprendido son facilitadoras del éxito escolar y laboral, así como de los deportes o algunas actividades de ocio que han de refinarse con la práctica. No obstante, ahora me gustaría poner la atención aquí sobre un campo que normalmente no se asocia con la capacidad de aprendizaje: el de las relaciones íntimas.  Sean de pareja, de amistad, o con nuestra familia creada o de origen, mantenernos como aprendices en estas relaciones es de vital importancia y significa desarrollar nuestra disposición para reconocer constantemente el misterio en el otro, a la vez que permite verlo por quien es e identificar la forma en que ese misterio se decanta en él como individuo. Así garantizamos que:

1. Cada una de las partes puede crecer y desarrollarse libremente sin que el otro le constriña, encorsete, etiquete o frene. Esto garantiza la libertad para transformarnos y cambiar. Así, ambos aprenden y crecen con las mutuas experiencias, permitiendo que el otro se convierta en todo lo que puede llegar a ser.

2. Podemos vernos mutuamente como somos, investigando sobre nuestros puntos de fricción y fluidez y la manera de tratarlos. Esto permite que, cuando nos sentimos heridos,  podamos enseñar nuestro dolor con la confianza de que este será acogido por el otro, que desea aprender también de las situaciones donde hay conflicto o aflicción para evitar repetirlas.

Sostener el espíritu aprendiz en las relaciones no es tarea fácil, pero se simplifica cuando hay buena afinidad entre las partes y cuando estas poseen una buena capacidad compasiva. Hacerlo, favorece el caminar hacia relacionarnos con una creciente plenitud propia y conjunta, contribuye a generar felicidad.

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