Las personas podemos tener una gran complejidad de emociones, sensaciones y pensamientos. Cuando por ejemplo enfrentamos un cambio importante, o nos relacionamos íntimamente, percepciones de diverso tipo se levantan en torno a una situación o una persona. A menudo deseamos que todas estas estén alineadas hacia un sólo lugar sin conseguirlo.

Especialmente en las relaciones de pareja o con nuestros padres/hijos, por ser relaciones de gran cercanía y haber un estereotipo cultural tan específico sobre cómo deben ser -e.g. amorosas, felices, sin roce, pacíficas-, deseamos que nuestra interacción se circunscriba a un ámbito estrecho de nuestras emociones y nos censuramos otras. Este es el origen de otras emociones como la culpa, la vergüenza, la exigencia y la pasivo-agresividad.  Pensamos cosas como “¿Si resiento a mi hijo, significa que soy mala madre?” o “¿Si siento envidia por la nueva promoción laboral de mi pareja, significa que no la quiero?”.

Hay un gran sufrimiento que deriva no validar toda nuestra experiencia de cara a un suceso.  Se debe a la tendencia de nuestro cerebro a separar y discernir, diferenciando una cosa de otra. Así, intentamos definir si lo que nos ocurre es una cosa u otra. Desde mi perspectiva, una buena ganancia del camino de desarrollo de cualquier persona es un pensamiento integrador, es decir uno que además de diferenciar, tolera la paradoja y acabrazarla.

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